Trago al Más Allá
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- 09/08/2008 a las 02:55 (2524 Visitas)
Solitario, intento escribirte imbuido en mis pensamientos. La noche ya había entrado de lleno. Toda la ciudad bailaba y reía en cabarets mientras yo trazaba palabras sobre un papel embellecido por el tiempo que tornaba a un color amarillento y lo impregnaba de un agradable olor.
Demasiado absorto y perdido para escribirte y sin una pizca de inspiración en mi cabeza, mirando al infinito sin poder formar una frase coherente. ¿Cuál es la receta de los poetas famosos, que forman sus composiciones en cualquier lugar?
Sentado junto a la ventana, observando las estrellas y los edificios de París, el murmullo de la gente y los músicos callejeros que animaban el ambiente.
Mi angustia crecía por momentos al ver todos los escritos deshechos y que el papel sobre la mesa aún estaba en blanco.
No aguantaba más. Hace poco había oído algo acerca de una bebida magnífica, que curaba muchos males y que era ingerida por los artistas y doncellas de la noche y la compré en una licorería. Una botella de hada verde, acompañada de una extraña cuchara agujereada y un atípico vaso de cristal. Observé la ilustración de la etiqueta de la botella, e imitándola, vertí un poco de aquel líquido verde en el vaso y después coloque la cuchara sobre el cuello. Acto seguido, un terrón de azúcar sobre esta y derramé agua helada, filtrándose por los agujeros de la cuchara.
El líquido tornó a un verde fosforito, que como una luciérnaga mágica inundaba la habitación de un resplandor verde difuso. Comencé a beber aquel brebaje de sabor anisado que atravesaba ardiente mi garganta. Era una bebida diferente a las demás. Su sabor era divino, tanto que debía ser un pecado ingerirla.
De repente, mi mano se puso en marcha. Cogí la pluma y salieron palabras impropias de mí. Magníficas, cultas, dotadas de una musicalidad y una perfección tal, que mis ojos no podían creerlo. Escribía páginas y páginas velozmente sin que una sola palabra estuviese mal colocada. Cada vez que bebía de ese elixir mis sentidos se agudizaban. Tras el primer vaso continué con el segundo. Todo nublado de verdes fosforitos, luces que se asemejaban a hadas se posaban sobre mi ventana y cantaban. Acordeones que flotaban en el cielo y tocaban una música alegre y ella, que venía hacia mí con cara de felicidad. Su rostro perfecto y sus ojos color menta. Su pelo ondulado y su corsé ajustado.
Seguí bebiendo, aquello era el secreto de la felicidad del que todos gozaban en aquella ciudad. Ella sobre el alfeizar que me miraba sonriendo. Sus dientes caían. Su rostro palidecía. Su cara se afinaba y se enmagrecía hasta convertirse en calavera. Las hadas convertidas en murciélagos y los acordeones tocaban ahora una música terrible y dañina para los oídos. La luna ahora era una cara con ojos saltones que no paraba de reír maquiavélicamente. Todo eran horribles destellos que me hacían convulsionar en mi asiento y supe entonces que aquel líquido era un veneno. Ella acerco su esquelética mano hacia mí. Caí sobre campo de algas y su dedo huesudo me tocó y deshizo mi piel que escurría perdiéndose entre la espesura de las plantas. Mi cuerpo tenía un color aceitunado y enfermizo y mi alma, quedó esclavizada a ella para siempre.
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