Fue uno de los ilustradores más reputados del cómic español aunque su reconocimiento le llegó en otro campo, el de los videojuegos. Alfonso Azpiri, fallecido ayer a los 70 años, puso cara a una importante parte de la producción de ocio interactivo de nuestro país en los años ochenta, en la llamada Edad de Oro del videojuego español.
Tuve la oportunidad de conocerle en 2010, en una fría tarde de enero en la que me citó en la última planta del Corte Inglés de Callao, y a donde acudí con un doble propósito: entrevistarle para un libro que preparaba sobre la historia del videojuego español y para tratar de convencerle para que dibujara la portada. No puso ninguna pega e incluso se dejó aconsejar sobre mis intenciones: “Me gustaría que aparecieran algunos clásicos tuyos, como el prota de Desperado o el de Abu Simbel, y otros que nunca dibujaste, como Livingstone, Supongo y fray Guillermo de La Abadía del Crimen”. Dicho y hecho. Cuando me mandó el primer boceto ya supe que había dado en el clavo.
Pero para llegar hasta ese extremo Azpiri había recorrido una carrera de fondo que comenzó en el cómic y que le llevó, por designios del destino, hasta el videojuego. El ilustrador se hizo conocido en los primeros años ochenta gracias a revistas como 'Cimoc' o 'Heavy Metal' y dejó pronto huella gracias a sus siempre voluptuosas mujeres de las que Lorna ha sido el mejor exponente. A esos éxitos también hay que sumar el que cosechó con Mot, ya avanzada la década, popularizado en las páginas del 'Pequeño País'.
Lorna, siempre Lorna, a la que no dudaba en pasear cada vez que se acercaba a un evento de informática clásica para que los apasionados de la época que crecieron con sus dibujos pudieran apreciar una de sus ilustraciones más icónicas (la que ponía cara y ojos al juego de Topo Soft del mismo nombre) en directo. Cuando hablaba de ella se le encendían los ojos, o eso querías creer, ya que hacía muchos años que los escondía detrás de unas gafas de cristales ahumados: “Cuando ves el original es otra cosa. Los colores se ven de otra manera”.
Y aunque adoraba una ilustración original por encima de cualquier otra cosa, Azpiri había comenzado a vender algunas de ellas porque aseguraba que cada vez le ocupaban más lugar en casa y le costaba más moverlas. “Si supieras lo que pesaba el portafolio aquella vez que fui a Barcelona a la editorial a que digitalizaran algunas”, se quejaba…
Fue gracias al éxito de Cimoc cuando un adolescente tardío llamó un día a su puerta, en el piso que tenía en Cuatro Caminos. Pablo Ruiz, a la sazón cabeza visible de Dinamic Multimedia, se plantó en su casa para pedirle que ilustrara Rocky, uno de los primeros títulos de un estudio llamado a forjar la época dorada del videojuego español.
“No tengo problema en dibujarlo, pero es que yo tengo un caché elevado”, le espetó Azpiri. Ruiz tragó saliva, temiéndose lo peor. “Cobro 25.000 pesetas por ilustración”, finalizó. Ruiz, que pensaba que “iba a pedir un millón”, respiró tranquilo. “Seguro que lo podemos arreglar”, le dijo. Ahí se forjó una colaboración que convirtió a Azpiri en el dibujante de cabecera de Dinamic y que también le llevó a colaborar con otros estudios durante la década.
En aquellos ochenta los videojuegos no tenían la sofisticación visual con la que cuentan hoy. Había que poner algo de imaginación para que aquel puñado de píxeles que los Spectrum, Amstrad, MSX y Commodore lanzaban a los vetustos televisores de tubo se asemejara a lo que aparecía en las portadas de los juegos. Y lo que solían tener aquellas carátulas de casete eran dibujos de Azpiri, que fue el culpable de que más de uno y de dos productos de baja calidad acabaran en los hogares españoles. ¿Por qué? Porque aquellos juegos entraban por los ojos y una buena ilustración era capaz de vender un mal videojuego.
“Recuerdo ir a ver a Paco Pastor [responsable de ERBE, la gran distribuidora de videojuegos en los ochenta] para que me dijera de qué iba el juego que tenía que ilustrar y prácticamente no me decía nada. ‘Va de un pulpo y pasa bajo el mar’”, le contestó. Con esa información, y un buzo, se sacó de la manga la portada de Titanic, de Topo Soft.
Gonzo Suárez, creador de Commandos y miembro de Opera en los ochenta, siempre señaló que Azpiri le dolía ser más reconocido por el videojuego que por el cómic. Jamás lo demostró en público. Las colas que se amontonaban en diferentes ferias de lo retro daban fe de un tipo capaz de tomarse con la suficiente paciencia una sesión de firmas para que todo aquel seguidor que se le acercara se fuera a casa con un dibujo personalizado.
Aunque no todo fueron buenas palabras a la obra de Azpiri. O, por lo menos, no todo fueron parabienes profesionales cuando todavía estaba en activo en la industria del videojuego. Cuando la Edad de Oro daba sus últimos coletazos, a principios de los años noventa, el ilustrador se encargó no sólo de la portada de La Colmena sino de dotar de contenido una especie de juego de mesa con cierta carga erótica que publicó Opera Soft. La portada cometió la osadía de mostrar a una chica sentada sobre sus rodillas, de espaldas, a la que se le veía el trasero. El problema, se quejaron los comerciantes, era que los compradores habituales de videojuegos en aquel entonces eran niños de no más de 15 años, y que vender un título con un semidesnudo en la portada les podía suponer un problema. Así fue como Azpiri tuvo que inventarse unas alas que taparan la anatomía de la chica de la portada para que el videojuego llegara a las tiendas de todo el país.
Azpiri no sólo es el tipo que dibujo la infancia de una generación. Es la persona que certificó los primeros juegos de algunos de los grandes nombres del videojuego de este país. Fue el responsable de la portada de Phantis, opera prima de Carlos Abril (a la sazón, productor de PC Fútbol); el encargado del Stardust de Javier Arévalo (que trabajaría a la postre en Commandos). Abril recordaba no hace mucho la habilidad innata de Azpiri para el dibujo: “Hablabas con él cara a cara y se ponía a dibujar gráficos al revés, para que tú los vieras bien, con una facilidad”…
La muerte de Azpiri se suma a la pérdida de otro gran nombre de la ilustración española de videojuegos. Ponce, el responsable de poner cara y ojos a la revista 'Microhobby' y al que probablemente no se le ha rendido el debido tributo, fue otro de los responsables de dibujar la niñez de cientos de miles de jóvenes en los ochenta. Eran otros tiempos, en los que la portada de un videojuego bastaba para trasladarse a un mundo que sólo estaba en nuestras mentes y en un puñado de píxeles mal definidos en el televisor.
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