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Delirium Tremens

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Como un estrepitoso delirio, recorre mi mente, causándome un sosegado sentimiento de pavor ante la poca cordura que demostraba tal perverso pensamiento. No soy capaz de determinar si viene influenciado externamente por la bebida, o si ha sido desarrollado completamente por mi imaginación. No recuerdo haberlo visto nunca en persona más allá de mis aventuras en mis oníricos parajes, pues de haber sido así, probablemente habría perdido por completo la cabeza, y no hubiese aguantado más tiempo con vida. Quizá es lo que quiero, verlo en persona para acabar con esta persecución imaginaria y acabar de una vez con todo.

Lo he oído respirar. Cuando cierro los ojos, lo oigo. Una respiración fatigada, ahogada, que casi agoniza. Entre el lienzo oscuro que es mi cabeza, se distinguen a veces distintas partes del cuerpo de ese ser que me atormenta. Sus blancos y perdidos ojos, siempre se ven entre la oscuridad, como una siniestra bombilla que parpadea por no estar bien enroscada en la lámpara. No es capaz de hablar. Tan solo susurra ruidos incomprensibles mientras lucha por no ahogarse. Sus movimientos son sintéticos, inhumanos, como los de un nervioso títere en manos de un inexperto. Su cuerpo va cambiando cada vez que cierro los ojos y advierto su presencia. Las deformaciones cambian de forma y de lugar, como una masa amorfa que se va moldeando de forma cada vez más bizarra.

Es algo que no le he contado a nadie, sin embargo me acompaña durante unos cuantos años, quizás doce, desde mi viaje a París donde los excesos de la vida del bohemio se convertían en rutinarios. De la noche a la mañana, ese ser decidió acompañarme. Y necesito que se vaya.

Ya no puedo escuchar música, pues las melodías las escucho del revés. Mi casa es un continuo corredor de los horrores, con ruidos, gritos y sonidos infernales que asustarían al más valiente espiritista. Me limito a bajar al bar, y beber hasta que pierdo el sentido y aparezco en mi casa a la mañana siguiente. Cuando caigo redondo tras varias copas, sueño con toda clase de terribles premoniciones, persecuciones y monstruos, pero es la única manera de conciliar el sueño sin que esa respiración afanosa me acose.

Debo reconocer que El Extraño, como he apodado al ser residente de mi cabeza, me tiene obsesionado. Una mañana de Marzo, fui invitado a una fiesta a unas siete horas en coche de mi residencia. Como escritor famoso, me codearía con los más ricachones y gente interesante del País. El coche estaba averiado, por lo que tome el tren. Entré en mi compartimento y me dispuse a escribir una carta de agradecimiento a la organizadora, una prestigiosa periodista.

Llevaría un poco más de la mitad de la carta, cuando el compartimento quedó a oscuras. No se veía absolutamente nada, y el tren no había entrado en ningún túnel aún. Durante un breve espacio de tiempo, pude escuchar la respiración, esa respiración que llevaba tanto atormentándome. Y a lo lejos, entre la más absoluta penumbra, unos ojos blancos titubeaban descontrolados.

La luz volvió al compartimento de repente, sin previo aviso. Volvió a verse el exterior por la ventana, montañas y bellos paisajes, muy diferente a la nada y al vacío de antes. Necesitaba un trago. Me dirigí al vagón restaurante para pedir una copa e inspirarme para escribir un breve relato que me relajara durante mi travesía. Cuando llegué al vagón estaba cerrado. Horror. Jamás había necesitado una copa de ajenjo tanto como en ese momento y no llevaba mi petaca en el bolsillo.

Pregunté a una joven que reposaba sobre una de las ventanas del pasillo fumando un pitillo, si quizá tendría algo de beber en el compartimento con la excusa de conocernos mejor. La muchacha giro la cabeza y me miro, con esos ojos blancos que no me permitían vivir. Su piel de porcelana blanca comenzó a agrietarse y como un jarrón roto se partió en pedazos, que cayeron con un golpe seco al suelo.

El tren comenzó a temblar y balancearse, como si hubiese perdido el control y fuera a descarrilar. La luz era intermitente pues parecía que continuamente pasaba a través de muchos túneles que dejaban el vagón completamente en penumbra. La alta velocidad a la que iba el ferrocarril hacía que no pudiera mantener el equilibrio y me iba dando golpes a medida que avanzaba con tremendo temor por el pasillo, ausente de vida alguna salvo mi corazón, que latía feroz casi a las mismas pulsaciones que el tren se topaba con baches, que eran muchos.

Abrí los compartimentos que iba encontrando, todos vacíos, como si fuese el único pasajero. El pasillo se había alargado de tal forma que parecía nunca acabar. Al llegar a la puerta de mi compartimento, esta se abrió sola ante mi, corriéndose sin que mano alguna la empujara.

Los asientos ahora tenían un revestimiento dorado, elegante y novecentista, como los de los bares parisinos que tanto frecuentaba. El tren paró en cuanto la puerta se abrió. El habitáculo estaba únicamente alumbrado por una lamparilla de mesa que reposaba junto a una botella de liquido verde, una fuente y una copa con una cucharilla agujereada encima al lado de un plato con terrones de azúcar. Parecía que alguien lo había preparado todo para que disfrutase de aquello que tanto me gustaba. Ese licor verde que me tenía esclavo. Tenía todo lo necesario para el ritual de la absenta.

Tomé asiento imbuido por el aroma anisado de la Artemisia. Todo temor había pasado mágicamente. Vertí un poco de la bebida verde en la refinada copa y coloqué la cuchara sobre esta, con un terrón encima. La situé bajo la fuente y accioné la válvula que gota a gota, caía sobre el terrón, endulzando cada gota de agua helada que atravesaba los agujeros y se derramaba sobre el virgen licor, fusionándose poco a poco convirtiéndolo en un brebaje de color verde lechoso.

Bebí mi primer trago. Lo necesitaba. Me sentí calmado, como si todo fuese bien. El viaje ya era secundario. Era feliz con tan poco...

Frente a mi, sentada, apareció la chica de antes, esta vez vestida de verde pistacho. Me sonreía con cierta cara de compasión y ternura. Tras muchos esfuerzos para articular palabra e iniciar una conversación con ella, desistí. No podía hablar. Quizá había quedado mudo ante su belleza. Era incapaz de poder formular las tantas y tantas preguntas que confundían mi mente. No entendía tal surrealista situación. Seguí bebiendo, copa tras copa. La botella nunca parecía terminar. El volumen de líquido permanecía constante por más que bebía.

Comenzó el tren de nuevo a funcionar y tanto la copa, como la botella cayeron al suelo estallando en mil pedazos. La joven también, haciéndose de nuevo añicos.

De nuevo regresó ese sentimiento de horror, de confusión, de absoluto desconcierto ante tan extraños acontecimientos. Una sensación de ahogo que jamás había experimentado. No sabía que hacer. Me levanté a duras penas, borracho, intentando coordinar las piernas y fui al baño, pues con el súbito acelerón, mi estomagó se había revuelto y necesitaba vomitar.

Abrí la puerta del baño, común al compartimento adyacente. Algo me impidió realizar mi intención. Algo en el espejo me había hecho retroceder. Algo terriblemente familiar. Me acerqué y pude comprobar que el reflejo que despedía, no era yo, ni tampoco era el baño donde me encontraba. El espejo reflejaba una oscuridad total. Entre las tinieblas, de nuevo temblaban nerviosos esos ojos color mármol inexpresivos que tantas y tantas noches me habían mantenido en vela. Poco a poco, la oscuridad fue desapareciendo alrededor de la vista de ese ser, de forma que pude ir distinguiendo su rostro, un rostro de carne muerta y putrefacta, completamente arañado por el tiempo y la decepción. Pude comprobar que gran parte de los rasgos que se ocultaban tras tanta malformación, correspondían con los míos. Y con su peculiar movimiento titeresco, fue saliendo del espejo, con los brazos en cruz hasta que una vez estuvo a escasos milímetros de mi petrificado cuerpo, me abrazó fundiéndonos ambos en un dantesco espectáculo carnal.

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Etiquetas: relato
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