La derrota
por
- 20/05/2008 a las 00:19 (2103 Visitas)
Lluvia y más lluvia. Agua proyectada desde arriba hacia abajo.
Cuando el agua en su forma gaseosa se proyecta de abajo hacia arriba, no llueve, simplemente estamos ante un géiser. Geiseriza se podría decir. ¡Qué filósofo me pongo cuando estoy bebido!. Más lluvia. De arriba hacia abajo. Estaba ya completamente empapado cuando decidí entrar a un bar cualquiera. Un súbito impulso ebrio me animó a tomar la decisión. Mmmm un bar donde resguardarme de la lluvia y beber, beber, beber.
El ambiente dentro de la taberna era triste. De pronto me vi sumergido en uno de los guetos que el sistema propiciaba. *****, drogadictos, alguna que otra persona sana... y borrachos... o uno al menos. Me senté y posé mi tatuaje de la telaraña en la barra. De seguir el ritmo alcohólico de los últimos meses, la bonita tela arácnida tatuada en el codo sería sustituida por una real...
- ¿Qué tomas cariño?
Qué voz de ****.... ¿no sería esto un lupanar?
- Ponme una guiness por favor –contesté con seguridad-
- No están demasiado frías, precioso.
Esa mujer (por llamarla de alguna manera) me quería poner bruto.
- Pues lo que sea. Cerveza. Tercio. ¡Rápido malévola ninfa! -espeté-.
Me llegó al fin la cerveza, y la amable camarera se transformó ante mis ojos en una perra de presa. Le faltó escupirme en el líquido dorado, pero mi mirada penetrante, ensayada en largas noches trasegando alcohol frente al espejo, consiguió calmar a la furcia.
Tras ajusticiar el tercio de dos tragos, comencé a percatarme de algo sorprendente. Los personajes del lugar iban en parejas. No había ninguna excepción, todos incluso la posadera habían encontrado su media naranja. Observé detenidamente a feos con feas, guapos con guapas, guapas con feos y feas con guapos. Gracias a otro minucioso análisis pude descubrir a feos con feos, guapos con feos, guapas con guapas y guapas con feas. ¡Qué bochornoso y decadente espectáculo! ¡qué trabajado escarceo con dos palabras para designar tamaña mierda!
Los brazos izquierdos de los presentes se entrelazaban en señal de compromiso, de unión total. Sus sonrisas irónicas a dúo eran lo más terrorífico que me podían dedicar. Me odiaban, porque yo era el único ********** que seguía solo. Los pares de estúpidos me miraban fijamente. Ojos vidriosos, ojos legañosos y ojos maquillados pretendían aniquilarme, enfocándome continuamente. Estaba solo y desamparado, meándome encima y rodeado de gentuza emparejada. El surrealismo de la escena era patente, y presa del pánico decidí sumergirme en la locura. Abracé con ansia la botella de cerveza vacía. Se dejó. Es un botellín majo, pensé. Sus curvas eran bastante atractivas y su color verdoso me infundía dosis increíbles de esperanza. Tras mi fogosa actitud con la birra, la situación volvió a la normalidad. La atención de aquellas depravadas masas se centraba de nuevo en sus aburridos quehaceres de oligofrénicos. Respiré tranquilo. Era libre.
Después de pagar mi deuda a la camarera canina y ensuciarme las manos en una barra mugrienta hecha de contrachapado barato, salí a la calle en busca de líquido alcohólico en formato litro. Deambulé un rato por el casco viejo bajo una fina capa de lluvia, buscando infructuosamente un 24 horas entre neones de puticlubs y cines porno.
Mientras caminaba absorto en mis cavilaciones metafísicas, un gran hijo de **** me propinó una colleja. Desperté y bajé corriendo los escalones de la torre de marfil para comprender la jodida realidad: las parejas no estaban sólo en aquel antro apestoso, ahora diferentes dúos de enamorados correteaban por toda la calle coreando cánticos absurdos. Miré un cigarro aplastado que lanzaba sus últimos humos de vida en el suelo mojado. Tenia miedo. Al levantar la vista pude verificar lo que me temía: Estaba siendo vigilado por aquellas artificiosas y artificiales parejas de bastardos. Sus ojillos malignos se cebaron en mi. Sus asquerosos perfumes baratos me mareaban mientras sus miradas perversas trataban de acribillarme de nuevo.
Grité con fuerza. Comenzé a correr como nunca antes había corrido, y pronto alcancé la gasolinera de la colina.
- Cervecéeme señor gasolinero -siempre he sabido ser gracioso en momentos difíciles-.
- ¿Eres ********* chavalote?
- Perdone. Una litrona por favor.
Refunfuñando, el gordo sudoroso me trajo a la rubia de mis amores. Se despidió de mí con malas palabras mientras un hilo de sangre le bajaba desde la nariz a la boca. Supuse que el también tenía pareja en aquél diabólico circo, una pareja aún peor que la mía. Tras salir a la calle y obviar la pose inquisidora de los viandantes, busqué un portal en el que refugiarme de una incomprensión a la que me estaba acostumbrando. Tomé la cerveza y mientras su amargo sabor me llenaba de amor, el comportamiento de los bipeatones bípedos se tornó de nuevo rutinario, y centrados en sus labores parejiles, dejaron de mirarme.
Ahora volvería raudo y veloz a mi casa, a acariciar con suavidad una almohada mullida en la oscuridad de mi derrota.
Disimular no es tan difícil, pensé.